Me gustaría decir que mi caso es una rareza, que se da con poca frecuencia, pero cuando hablo con madres de cualquier edad me encuentro que optan cada vez más por el autoempleo.

Cuando finalizó mi permiso de maternidad y me reincorporé al puesto de trabajo que por entonces ocupaba, me llevé varias sorpresas desagradables. La primera, que mi puesto ya no existía, habían disuelto mi equipo y bloqueado mis proyectos. Se me asignó una nueva actividad: Copiar y pegar textos durante ocho horas al día. Con otros compañeros, en una esquina mirando hacia la pared, sin luz natural ni para mí ni para ninguno de los que allí estábamos. Unas semanas después también se me quitó esta «responsabilidad», y empecé a tener que pedir a mis compañeros que me dejaran parte de sus tareas, las que no pudieran abarcar, para poder hacer algo. Quedarse de brazos cruzados no era una opción, a pesar de que era la única opción que me estaban dejando, ya que los ordenadores estaban monitorizados. Mientras tanto, la persona a cargo de mi área me retiró la palabra y la situación empezó a hacerse insostenible para mí. Además de la tensión que acumulaba por el mal ambiente laboral se me juntaba el tener que pasar casi diez horas al día fuera de casa… a pesar de tener un bebé de seis meses a mi cargo. Mi pareja, mientras tanto, aguantaba el tirón de verse de pronto como único cuidador como podía.

Un día algo se rompió dentro de mi mente y, mientras me dirigía al trabajo, me sentí incapaz de llegar allí. Me quedé llorando en un banco en la calle y, tras varios intentos por subirme al tranvía en dirección a la oficina, decidí ir al centro de salud, donde me ayudaron lo mejor que pudieron. La terapia, una baja por ansiedad y la medicación correspondiente hicieron su trabajo, y en unos meses empecé a recuperarme. Pero ya no me sentía capaz de volver a un lugar en el que me sentía tan despreciada como persona y como profesional.

Se abría un camino inesperado ante mí: el de la supervivencia. El de hacer números con los ahorros, el de saber que no podía gastar ni un euro más de lo debido, y el de tener que decidir cuál era mi camino profesional. Si regresar a la vida del empleo por cuenta ajena, y ceñirme a las condiciones que el empleador me ofreciera, o si convertirme en mi propia jefa, en empresaria, en dilo-como-quieras-pero-al-final-es-lo-mismo: en autónoma. Ojalá mi decisión fuera una entre un millón, pero no es así: Cada vez que le he contado mi historia a otra madre, me cuenta que se vio en la misma situación, o que conoce a alguien que ha tenido que tomar el mismo camino para no tener que elegir entre traer dinero a casa y ver crecer a su hijo.

La razón por la que cuento esto no es otra que acompañarte si estás pasando o has pasado por algo similar, describir mi realidad laboral sin adornos e invitarte a reflexionar sobre cómo el trabajo más importante, el de educar a futuros adultos, a ciudadanos, queda apartado a favor de enriquecer a una empresa. ¿Cuántos casos hay de familias dejándose casi un sueldo entero en soluciones para conciliar, entre guarderías, permanencias, campamentos y clases particulares? ¿Cuántas madres caen en negocios triangulares que les prometen ingresos sin salir de casa?

¿Le damos una vuelta a esto?